miércoles, 10 de julio de 2013

MI VIDA: UN CAMINO SOBRE LA RECONSTRUCCIÓN DEL INTERIOR

Mi vida cambió un 20 de octubre cuando un amigo me invitó a un parque de la ciudad de México, todo parecía indicar que sería un día común.
Estando ahí se acercó un hombre que nos alertó sobre una pandilla, “amablemente” nos indicó el camino a seguir para no correr peligro. Después de andar un rato con él, abrió su mochila, sacó una pistola y un machete y dijo que él dirigía la banda.

Nos quitó nuestras cosas y me ordenó atar a mi amigo a un árbol pero a mí no me amarró, lo que me hizo pensar que este episodio estaba muy lejos de terminar. Nos hizo preguntas personales y de trabajo, mi amigo llevaba toda clase de información y tarjetas de crédito que pudiera uno imaginar, yo solamente llevaba mi credencial de elector con la dirección donde vivía en aquel entonces. Vinieron las amenazas, gritos y groserías, nos apuntaba en la cabeza con el arma y mencionaba que aún no decidía si matarnos o esperar a que llegaran sus compañeros.

En esos momentos mi única preocupación era que nuestros cuerpos no se perdieran en el bosque, que nuestras familias pudieran encontrarnos.
Después de un rato el hombre me pidió que lo acompañara, quería verificar que su pandilla estuviera lejos porque había cambiado de opinión y había decidido dejarnos libres, le dijo a mi amigo que si intentaba irse me mataría. Debí seguirlo como si creyera su cuento, pero en esos momentos yo ya sabía qué iba hacer, me preguntaba muy dentro de mí: tratar de huir y morir en el intento o cooperar con la ligera esperanza de mantenerme con vida. ¿Fui cobarde?, hasta el día de hoy no lo sé, pero quería vivir y elegí la segunda opción. Me llevó adentro del bosque y cubrió mis ojos con cinta canela, me amarró las manos, trataba de descifrar qué era lo que hacía y como el sol dejaba entre ver las sombras, pude ver que levantaba el machete sobre mí; convencida de que era un psicópata que me iba a despedazar, comencé a hablar para distraer su atención, logré que bajara el machete… todo sucedió muy rápido… únicamente recuerdo repetirme a mí misma que si salía con vida buscaría la manera de superarlo…

Cuando terminó de vestirse, volvió a ponerme la pistola en la cara diciendo que si comentaba algo me entregaría a su pandilla y después me mataría; francamente no sabía si mi amigo estaba aún con vida pero yo quería regresar con la esperanza de que estuviera donde lo dejamos. Al llegar vi que seguía ahí, me alegré y pensé que tal vez nos soltaría, ya nos había quitado todo, incluso la dignidad. Pero no fue así, me  ordenó que me sentara y nos amenazó durante dos o tres horas más, no sé cuánto estuvimos así pero me daba cuenta que pasaba el tiempo porque el sol disminuía y el frío aumentaba. No sabía si estaba haciendo tiempo para que llegaran sus amigos o si simplemente gozaba con nuestro sufrimiento.

De repente sucedió, decidió soltarnos, dijo que iba a sacar el dinero de los cajeros pero que se quedaba con nuestras direcciones por si mi amigo había dado mal los números  de acceso de las tarjetas o por si decidíamos denunciarlo, cualquier cosa nos iría a buscar a nuestras casas y nos haría daño –también a nuestras familias–. Me hizo soltar   a mi amigo y nos dijo que corriéramos hacia el río, nos metimos en el agua helada, la ropa mojada nos dificultaba caminar, las rocas nos golpeaban los brazos y piernas, pero nada importaba con tal de salir antes de que oscureciera; imagino que fue la adrenalina lo que nos ayudó a trepar una colina, subimos y encontramos la carretera, en ese momento mis emociones regresaron a mí y como si despertara o reaccionara  comencé a gritar: ¡Me violó! ¡Me violó! ¡Me violó! Es todo lo que recuerdo hasta llegar al carro. Mi amigo me dijo que llevaba tiempo pidiendo auxilio, pero la ropa llena de sangre –por los golpes de las rocas– no ayudaban mucho, así tuvimos que esperar hasta  que una buena persona se detuviera a recogernos, sí, aún existe gente compasiva.      

Llegando a casa pensé, ilusamente, que mi pesadilla había terminado, cuando   en realidad estaba por comenzar… Mi miedo era tan grande por las amenazas que  me negué a hacer cualquier tipo de denuncia, Va venir por mí, sabe dónde vivo, va venir  por mí, era lo único que me repetía, el miedo me paralizaba al pensar en él. Los días siguientes fueron muy confusos, sólo recordaba silencio en casa, sabía que mis padres    y hermanos lloraban en silencio, y yo con ellos por la vida que se me acaba de  arrebatar; se había llevado mi fe en Dios, mi esperanza en un mañana, mi cuerpo, mi  seguridad… ¿Qué me quedaba ya? La única palabra que me definía era: “violada”.

Casi no dormía, pero cuando lo hacía de inmediato despertaba sobresaltada pensando   en armas, en muerte, no sabía qué me había impactado más: la violación, la cantidad de horas que nos tuvo secuestrados y amenazándonos, o el inmenso tiempo que estuvimos perdidos en el bosque y en el río. De repente sentía como si fuera un hecho externo a mí, una película de terror mal hecha que terminaba sin final y por si fuera poco me odiaba a mí misma, odiaba el hecho de haber ido ese día, me odiaba por no haberme dado cuenta que ése era el hombre, me odiaba por no haber luchado más a costa de mi vida, me sentía una cobarde por no haber ido de inmediato a levantar la denuncia, en fin, fui mi peor juez.

¿Cómo iba a seguir viviendo? ¿Cómo me iba a casar algún día? ¿Cómo iba volver a salir a la calle sin miedo? ¿Porqué yo? ¿Por qué, si no era mala persona, si no le hacía daño a nadie? ¿Y si había contraído Sida? ¿Cómo seguir viviendo sin estar segura de querer hacerlo? En fin, todas estas preguntas y más se agolpaban en mi mente cada instante. Pero a pesar de todo esto, había algo dentro de mí que me animaba a salir adelante, que tenía vida para hacerlo, que podía hacerlo.

Así es que, de manera paralela a todo este mar de sentimientos, al día siguiente  me levanté, me bañé y me fui a terapia, mi papá había conseguido algunos lugares donde podía recibir ayuda. Me encaminé a ellos sin saber que esa era la primera puerta que abriría un sin número de terapeutas y años de trabajo.
Descubrí que estaba enojada con la vida, con Dios, conmigo, con el destino, con  el universo, en fin, con casi todo, tenía terror a que el hombre me encontrara, a salir de casa, a morir. Caí en cuenta que mis sueños habían desaparecido, que mi persona y mi vida giraban en torno a eso.

Durante este periodo sucedió algo que terminó por quebrantarme el alma, acudí         a un centro especializado que brinda apoyo a personas violadas y para mi sorpresa    todas las mujeres que se encontraban ahí habían sido de niñas violadas por algún familiar, por un tío, un abuelo, hermanos, un padre o un primo… Cerré los ojos y equivocadamente agradecí por no haber sido yo, después lloré en silencio por todas y cada una de ellas cuando contaban sus historias en las terapias de grupo, pensé que lo mejor que podía hacer era poner en alerta a la sociedad, en especial a la niñez que es el grupo más vulnerable a sufrir abuso sexual.

Destino o simplemente casualidad pero tiempo después me llamó mi amigo para  decirme que el hombre había sido detenido, que había salido en las noticias y en los periódicos, se trataba de un violador serial y hacían un llamado a todas las víctimas para denunciarlo. En ese momento supe que valía la pena hablar, enfrentar mi propio miedo y el de mis padres –que me recomendaron no denunciar por miedo a que el hombre o su familia nos encontrara y tomara represalias en contra mía o de mis sobrinos pequeños–, pero qué mejor regalo podría darles yo a todos que contribuir para separar de la sociedad a una persona de tales características.
Ejercí mi derecho, levanté la denuncia y concluí el proceso judicial, fue doloroso pues implicó revivir lo sucedido una y otra vez, debí reconocerlo en el Reclusorio; tener tan cerca de mí a la persona que me había arrancado el alma me llevaba a replantear la importancia y significado de mi persona. Al final, y hasta donde quise saber, sólo por mi caso le dictaron una sentencia de 70 años en prisión.     

Entre la confusión de sentimientos y los fragmentos de una existencia que intentaba reconstruirse, descubrí que siempre hay la opción de encontrar apoyo si realmente lo buscas, a pesar de no tener el dinero para sufragarlo, encontré asociaciones que me ayudaron, en especial mi corazón está en deuda con ADIVAC (Asociación de Integración para Personas Violadas, A.C.), y el Consejo Estatal de la Mujer, quienes me han extendido la mano hasta el día de hoy sin exigir ninguna aportación económica, así como otras instituciones y terapeutas privados que esperaron pacientemente hasta que pudiera solventar sus honorarios, este apoyo desinteresado y solidario lo recibí de un par de abogadas que acogieron mi caso.
Me sorprendí al saber que las agresiones sexuales no se ejercen únicamente hacia las mujeres, que existen en igual medida hombres que pasaron por algún tipo de abuso y que por cuestiones de género se han enfrentado a mayores obstáculos, lo que les ha llevado a sufrir en silencio.

Conocí personas maravillosas y fuertes que han sobrevivido a cualquier tipo de abuso que pudiera imaginar, ellos y ellas han creado movimientos, páginas web, instituciones  y centros de ayuda para resurgir de sus tragedias. Gente valiente que promueven los derechos humanos para todos y todas y que nos explican que éstos no deben ser quebrantados bajo ninguna circunstancia. Ahora vivo inspirada por estas personas que tienen el coraje de hacer algo más allá que ser cómplices de su silencio.

El sistema legal y penitenciario de México contempla la re-inserción social de éstas personas, en casos como éste yo tengo mis dudas, a pesar de que el Estado mexicano debe garantizar los derechos humanos para todos aún existen muchos vacíos que deben ser cubiertos para que casos como el mío no se repitan. En todo caso es conveniente que se ponga el acento en la prevención.

No está por demás decir que no contraje Sida, mi familia me acompañó en todo momento y me casé con un hombre maravilloso que me ayudó a entender que eso no me determina como persona porque me encuentro en una reconstrucción diaria, y aunque aún no me he perdonado del todo, sigo trabajando en ello.

Ahora he dejado de ver en los ojos de los otros la palabra “violada” como sinónimo de mí. ¿Que si me arrepiento de no hacer valer antes mis derechos humanos?   Claro que sí, pero ahora levanto la voz por los niños y niñas que han sufrido de abuso sexual, por los hombres y mujeres que han sido violentados, levanto la voz para exigir la prevención de éstos delitos llevados a cabo principalmente dentro de las familias, levanto la voz para que todas y todos los individuos ejerzamos siempre nuestros derechos y la responsabilidad que esto conlleva, porque con una sola persona dispuesta a ayudar mi experiencia habrá valido la pena.

Ollin1

REVISTA RAYUELA
MAYO NOVIEMBRE DE 2013.

Habla. Yo te creo. Yo te escucho.

Por: Alfredo González Reyes

Pero hoy usted y yo vamos a hablar de otra cosa. Porque hay muchos que no tienen voz.

Hay muchos que ni siquiera tienen boca.Hay quienes hablan, pero no son escuchados.
¿Quién los apoya? ¿Quién los defiende? ¿Quién los oye y les cree?Quiero hablarle de eso.
¿Están listos? Entonces comenzaré.



Yo soy sobreviviente de una experiencia de abuso sexual infantil.No me avergüenzo de decirlo. No es un “sucio secretito”. Tampoco se lo digo para que usted me tenga lástima y diga “ay, ¡pobrecitoooo!” o para apelar a su humanidad, recordándole de manera pedante y condescendiente, que (según algunos) este mundo es un abattoire (siempre he encontrado chocante la palabra “Matadero”).  Se lo digo por que es la verdad.

Es un hecho irrefutable que ocurrió decenas de veces, entre los 10 y los 13 años, perpetrado por un pariente cercano – usted lo sabe. A esa edad, nunca es un extraño.

Note usted que digo siempre sobreviviente, no víctima.

No me estoy exhibiendo. Esto no lo he ocultado nunca. Mis amigos y allegados lo saben.
Mi familia siempre lo supo.
Sólo soy uno, entre millones y millones que se suman todos los días.

Eso es lo que me da pánico y horror. Son millones. Y cada uno de esos niños o niñas, se siente solo en el mundo, aunque sea parte de una estadística que crece cada semana. Cada día. Cada año.

“Si dices algo, nadie te va a creer. Nadie te va a querer.”

Esto es lo que me decía mi violador todas las veces que me tocó. Nadie te va a creer. Y tenía razón. Nadie te va a querer. Cierto, así me sentía. Hace más de veinte años que terminó físicamente de hacerlo, pero las cicatrices que dejó siguen aquí. A veces no las veo. Otras, repentinamente se abren y supuran. Él era alguien en quien yo confiaba, alguien de mi familia, alguien a quien mis padres me enseñaron a querer.
Y resultó ser que tenía razón: cuando hablé, nadie me creyó. Y sentí que nadie me quería.

Todavía hoy hay quienes, aún en mi círculo familiar, no me creen.
Pero hoy ya no me importa que no me crean, o que no me quieran, tampoco.

Yo no vivo para ser querido. Me tiene sin cuidado. Ya no me importa.

Conforme te vuelves adulto, te vas fortaleciendo.
Es una mentira eso de que “lo superas y lo olvidas”. Eso no sucede.

No se te olvida nunca. Pero aprendes a vivir con ello. Es parte de tí.

Cuando te hacen esto, ya sea una sola vez o como fue mi caso en manos de ese sujeto, de manera repetitiva y sistemática, es algo que causa daño permanente, pero si tienes suerte y voluntad (¿ambas?) puedes crecer, hacer que tu horror se vuelva parte de tu fuerza: es parte de ti igual que tu lado luminoso. Te hace pensar no sólo en ti, sino en otros, otros muchos, que están expuestos.

¿Me entienden?

Por eso mismo, ahora pregunto: ¿Qué podemos hacer para ayudar a los niños? ¿Para prevenir esto? ¿Para detener a esta escoria?

Señalarlos. Hablarlo. Prevenir. No tener consideración ni piedad ni medias tintas.

El pedófilo no es un “enfermito”.
El pedófilo, el pederasta, es la peor clase de criminal alevoso que hay.

La imagen del agresor sexual que acecha a sus pequeñas presas en centros comerciales, parques de diversiones, o alrededores de colegios, es sólo una parte del cuadro. Hay mucho, mucho más. El violador no sólo está en la calle; como dije, en 9 de cada 10 casos, es alguien cercano, de casa. Alguien en quien el niño o niña confía: puede ser, por monstruoso que parezca, el padre, el padrastro, un tío, un primo o un amigo de la familia.

Lo que es peor; en el caso de familiares, muchas veces las madres y los padres lo saben y optan por ignorar la situación (en algunos casos está documentado que a veces son también víctimas del mismo agresor), por “guardarlo en el olvido”, de este modo voluntariamente colaborando con su mutismo a la destrucción del espíritu y de la mente de sus hijos.

Algunas veces pienso que mis padres no quisieron encarar esto, no por crueldad o mezquindad, sino porque es más fácil hacer como que “no sucede” para no tener que enfrentar su propio horror ante el fracaso de su responsabilidad. El silencio manda. La ignorancia es dicha. Es lo único que no está a mi alcance perdonarles. No porque no quiera. Es porque una cosa como estas está más allá del perdón (También está más allá del amor que les podamos tener a nuestros padres. Es complicado. Tal vez no lo entiendan, pero solo así me ha funcionado. Solo así puedo seguir siendo su hijo y queriéndolos, aunque nunca los perdone).

Hace algunos años, en Mayo de 2007, acudi como oyente al Primer Congreso Iberoamericano contra el Maltrato Infantil, bajo el lema: El Abuso Sexual Infantil, Un Problema Global.

Con este tema, se impartieron conferencias y se distribuyó material para alertar a la población, mas específicamente a los padres, a los maestros, a los amigos de menores en grave riesgo o inclusive, ya víctimas de abuso. Uno de los listados que UNICEF ha distribuido es el siguiente, que reproduzco ahora:

“Algunas señales que debemos aprender a ‘leer’ el abuso sexual en menores de edad”.

En la apariencia física:

- Dificultades para caminar o sentarse.

- Ropa rota, especialmente la interior o presencia de sangre en ella

- El niño empieza a tocarse mucho, jalarse el pantalón o la falda, repetitivamente.

- Trauma en los senos, nalgas, parte baja del abdomen, en los muslos.

- Embarazo.

- Durante juegos, clases de educación física, práctica deportiva, etc., hay movimientos que se le dificultan al niño o niña.

- Infecciones venéreas. La más común es el condiloma que se presenta como una verruga dolorosa que se deben tratar con cremas o cauterizaciones. Cuando el niño es portador lo acompañarán siempre, especialmente cuando se le bajen sus defensas.

En el estado emocional:

- El niño puede volverse muy retraído y silencioso, algunos desarrollan mutismo. O por el contrario, su comportamiento es agresivo y rebelde en exceso.

- Repentina caída en el rendimiento académico.

- Alucinaciones visuales, táctiles o sensoriales en general.

- Depresión permanente.

- Ponerse ropa sobre ropa, necesidad de utilizar muchas prendas de vestir para dificultar el abuso.

- Después de que el niño ya aprendió a ir al baño vuelve a la etapa de no poder controlar esfínteres. En algunos casos puede retener las heces para que el abusador sienta incomodidad y no lo intente nuevamente.

- Aversión al acto de acostarse, sueños alterados o con pesadillas, no quiere dormir solo, ni que lo dejen solo en su habitación.

- En relación con otros niños, sus relaciones son pobres: no participan en sus juegos .

- Son “muy buenos niños” porque se acostumbraron a complacer.

- No les gusta ir a visitar la casa de algún familiar o amigo. Quiere evitar los viajes familiares o las reuniones. Manifiestan angustia en presencia de algunas personas.

- Comportamientos y comentarios de adulto con referencias abiertamente sexuales.

Si conocen o sospechan de algún caso de abuso, investiguen, pregunten, confronten, denuncien.

La denuncia es el primer paso.

Si un niño les dice que algo sucede, créanle. Podrá parecer imposible, pero recuerden; la vida futura del niño depende de la confianza demostrada por parte de ustedes, los padres. Una vez perdida la confianza del niño, no podrán recuperarla del todo jamás. Lo digo por experiencia.

El abuso sexual es un crimen que se queda impune casi siempre por el silencio que lo rodea y el silencio es el peor de los cómplices, porque es el silencio avergonzado de quienes se suponen deben defender al niño. Es el fallo de los padres, que deberían de ser los protectores principales.

Consulten con organismos como UNICEF o www.pedofilia-no.org para saber de qué manera pueden ayudar.

Si conocen de un pedófilo, adviertan a los padres y mantengan una cercana atención a los niños. No importa que parezca alguien inofensivo, o incluso contrito, que alegue “enfermedad”. Advertir es un paso importante para proteger. No importa si es un familiar. O un amigo.

Enseñen a sus hijos a hablar claro. A no temer a decir la verdad.

Un espíritu roto puede volver a pegarse, me consta. Pero toma mucho tiempo y no siempre queda igual.

Hay algunos, más vulnerables, que no lo consiguen nunca. Muchos, muchos son los que se mueren en silencio, siguiendo sus muertes-en-vida sólo para no mortificar, tachados de mentirosos, señalados como criminales, mientras el verdadero predador es recibido por las familias incluso con genuino afecto. “Cosas de niños, ¿cómo creer algo semejante?” Lo digo por experiencia. Mi violador sigue suelto. Sus hijos se rehúsan a aceptar que les hizo lo mismo que a mí durante sus infancias. El que yo hable de esto abiertamente siempre que tengo oportunidad de hacerlo, ha provocado que mucha gente de mi familia me vea con incomodidad y pongan cara de “este cabrón, otra vez con lo mismo.”

No me importa. No voy a callarme por nada. No voy a olvidar nunca.

No sólo es por el niño finalmente indefenso que fui. Es por todos los demás que vienen detrás. Esto es algo que no puede seguir.

No debe.

No va a seguir.

No si abrimos los ojos y la boca y sacamos la verdad a la luz, más allá del pudor impuesto, la vergüenza o incluso el dolor oxidado, del rencor, del secreto familiar.

Si tu experiencia sirve para salvar a otro, entonces acaso el que nadie te creyera y nadie te quisiera, no fue en vano.

No te calles.

Y no te avergüences nunca. No es culpa tuya.


Habla. Yo te creo. Yo te escucho.