jueves, 27 de enero de 2011

HERIDAS ABIERTAS, RECUERDOS QUE VUELVEN


Siempre he dicho que recuerdo mis abusos. No es del todo cierto. Supongo que en trece años es imposible recordarlo todo, y menos esos primeros años de infancia, cuando aún era un bebé, o una niña muy pequeña. Pero tengo presente en mi memoria muchas escenas.

A mi padre tumbarse sobre mí, en mi cama, frotándose contra mi pelvis, yo intentando apartarme, y él decir con sequedad “no te muevas”

Instándome a que me metiera en su cama a ver los dibujos porque hacía frio, y acariciarme el pecho aun sin desarrollar susurrando lo suave que era mi piel y pidiéndome que le tocase para que yo viese que la teníamos igual de tersa… y después bajar la mano, introducirme el dedo, mirando al “Capitán Tan” en silencio, como si no pasara nada, con mi madre al otro lado de la cama.

O guiándome la mano hacia su “paquete” obligándome a presionar, a pesar de que yo intentaba no tocar el calzoncillo caliente.

Y por supuesto, los últimos dos o tres años de abusos. En los que empezó a “justificarse” porque en lugar de entrar furtivamente en mi habitación, sin pronunciar palabra, u ordenarme ver la tele con él en su cama, comenzó a enseñarme, como un profesor: “mira, esta es mi polla. Tienes que moverla así, de arriba abajo. Tócala, ¿ves cómo crece? Un día de estos te la meteré por ahí para que sepas como vienen los niños”.

Hasta aquí, entre muchos más recuerdos asquerosos, llega mi retentiva, lo que siempre tuve presente.
Cuando murió mi padre, hace dos años, se reactivó un recuerdo que ya había tenido varias veces. Pero éste siempre era ligeramente distinto. Cuando me venía a la cabeza, no sé por qué extraña razón, no veía a mi padre. Era otro hombre. Siempre creí que mi mente por algún motivo me cambiaba su imagen. En esos días descubrí por qué:

Mi madre cosía a veces para algunos vecinos. Iba a sus casas para las pruebas, y algunas veces yo la acompañaba. Recuerdo en una ocasión ir a la casa de uno de esos vecinos. Tenían una hija, no sé qué edad teníamos, pero sé qué yo era muy pequeña, unos cuatro o cinco años. Estábamos en la habitación de ella jugando cuando entró su padre… no recordé mucho, apenas imágenes sueltas. Creo que me obligó a masturbarle. Y me tocó…

No recordaba su rostro, solo supe que no era mi padre. Solo flases. Imágenes fijas. Y todo el mundo dio por hecho que me sentí mal por la muerte de mi padre.

Saber que él no había sido mi único abusador fue descorazonador. Supuso toda una crisis. Tardé varios meses en recuperarme. Estuve a punto de tirar la toalla. No pensé en el suicidio, pero mi hijo ya era grande, y ya no me necesitaba como antes, pensé más en “dejarme ir”. Me acosté muchas noches pensando que sería genial que no volviera a despertar.

En aquella ocasión mi monstruo empezó a fustigarme con la idea de que había sido abusada por medio barrio. Que había sido poco menos que prostituida. No podía creer que después de cuarenta y dos años descubriese que mi padre no había sido el único. Aun me cuesta asimilarlo. Llegué a dudar de mis propios recuerdos, pensando que tal vez era aquel hombre el que me había quebrantado, y que mi padre solo había sido un maltratador. Fue un caos.

A veces aun lo es. A veces tengo la sensación de haber cometido un pecado imperdonable, que me he vendido al mejor postor. Todavía me siento de alguna manera responsable de aquello, por no llamar a mi madre, por no llorar más fuerte. Cada vez que pienso en ese tipo me avergüenzo de mi misma, y más ahora que la escena está completa.
Recuperé el resto de ese recuerdo hace muy pocas semanas. Volvió a ser desgarrador recuperarlo.

Siempre creí que mi padre había sido el primero en mostrarme cómo se hace una felación, con doce años. Me equivocaba.

Aquel cabrón entro en la habitación y se quedó mirándome. Tengo la imagen de mí misma de pie, retrocediendo aterrada hasta tocar con mi espalda en la puerta del armario, y él agachado, gateando a cuatro patas, acercando su cabeza hacia mis piernas, sus manos bajándome las braguitas hasta la rodilla y relamiéndome el pubis, sorbiendo la saliva, como un perro soltando baba.

Después salta la imagen. Sé que hay mas, pero lo siguiente que recuerdo con claridad es que ese hombre estaba de pie, que era muy alto, y que me restregó por la cara su miembro, me lo introdujo unos momentos en la boca y eyaculó sobre mi rostro. Como si me hubiese disparado con una pistola de agua.

Me ayudó a limpiarme con un pañuelo mientras se sonreía mirando a su hija. Como alguien que hace una travesura. Recuerdo el semen caliente en mi cara. Recuerdo llorar desconsoladamente. Recuerdo sentir muchísimo miedo.

Su hija permanecía sentada en la cama, temerosa, avergonzada, resignada, mirando al suelo. Creo que jugueteaba con una muñeca entre las manos. De vez en cuando me miraba de forma furtiva, como si supiera bien lo que había ocurrido.

Pobrecilla, imagino la exigua sensación de alivio que tendría al ver que esa vez no le había tocado a ella. E imagino la culpabilidad que sentirá ante ese recuerdo. Lo imagino porque yo sentí lo mismo con mi hermano, el de mi edad.

No sé si lo de aquel miserable fue solo una vez, pero fue lo suficiente para recordarlo entre tantas aberraciones paternales.

Recuperar ese resto del recuerdo no fue paralizante como con la primera parte. No tuve ansiedad, temblores o vómitos. Tan solo una inmensa tristeza.
Ni siquiera recuerdo la pesadilla. Solo sé que desperté durante varios días con la sensación de estar triste y abatida, con esa opresión en el pecho que se tiene cuando hemos llorado mucho. Y al intentar pensar por qué me sentía así, sentía que una imagen quería abrirse en mi cabeza, pero sin llegar a verla. El destello duraba apenas unas décimas de segundo. Era una imagen, una sensación, un flash que no terminaba de formarse el tiempo suficiente para retenerlo. Como si saliese a la superficie un momento, que lo viera con el rabillo del ojo, para después sumergirse de nuevo en el fondo de mi mente. En seguida saltaba otro recuerdo, de esos que sí tengo presentes. Pero no sé por qué razón esos días veía esos recuerdos “oficiales” como parte de la pesadilla.

Entonces mi Monstruo sacó la artillería pesada. Asocié los recuerdos a la pesadilla y creí que me había vuelto loca. Me asaltó la duda. Empecé a pensar que todo era falso. Que nunca habían ocurrido los abusos. Que mi mente había creado una fantasía tan perfecta que me había tragado mis propias mentiras. Me sentí morir. Toda mi vida por el desagüe. Todo una farsa, una representación, y empecé a castigarme por ello.

La eterna batalla entre mi monstruo y yo. Cuando conseguía demostrarme a mi misma que un pequeño recuerdo era autentico, mi monstruo me rebatía. “Sí solo fue eso, no fue para tanto. ¡Supéralo!”. Hasta que por fin aquel recuerdo se hizo patente, se hizo real.


No recuerdo el nombre de la niña. No sé quién era el vecino. Pero ahora, que mi secuencia es más completa, me siento desamparada.

Hace unos días se enteró mi marido. Desperté un domingo sobresaltada. Acababa de despertar con la pesadilla de aquel recuerdo aun en mi mente. Mi pareja estaba en la cocina haciendo café, y le pregunté porque no me había despertado para ir a trabajar… Al darme cuenta de mi confusión, me vine abajo, empecé a temblar y a llorar desconsolada, no tuve más remedio que contárselo.

Se lo conté mirando fijamente el dibujo de las baldosas del suelo. Estaba aterrada de su reacción. De repente me lo imaginé mirándome asqueado, pensando que le había mentido, o preguntándose por qué no se lo había contado primero. Me sentí la persona más repugnante de la tierra. Pero no tenía razones que temer sobre mi pareja. Es el hombre más extraordinario que conozco.

Lo cierto es que convencerme un poco de que mis recuerdos eran reales me llevo relativamente poco tiempo, unos días nada mas. El apoyo del foro de ayuda donde participo me está ayudando mucho.

Estoy tardando algún tiempo más en encajar el nuevo recuerdo. Pero en parte es terreno conocido. Sé cómo lidiar con ello, porque siempre funciona igual.

Todo lo que hago, pienso, siento, veo, oigo, toco, saboreo, me lleva inexorablemente hacia las imágenes recuperadas. Paso un tiempo (variable) en el que todo me retrotrae al hecho. Como una imposición. A veces me paraliza, me provoca ansiedad y paso días sin comer. Es lo que muchas veces he denominado “encerrarme en la sala de cine”. De adolescente era lo que mas miedo me daba, porque creía que esas imágenes no se irían jamás. Mi monstruo se aseguraba de ello.

Es cuando mi marido dice que parezco más despistada, cuando no sé ni por donde camino, que me tropiezo con todo. No imagina que no veo la calle, veo mi recuerdo. Pero con el paso de los días la escena empieza a diluirse, como un azucarillo, y voy poco a poco recuperando mi vida.

Como esta ultima vez. Que a pesar de sentirme triste, no llegué a detener mi vida como me ocurría en el pasado.
Es como el tranvía que reduce su velocidad para recoger pasajeros en marcha. Necesito ralentizar mi ritmo para que mi recuerdo entre y se acomode en mi mente.

Aún hoy no tengo muy claro dónde colocar el recuerdo. Sigo aún con la duda de su veracidad o de su alcance, porque la sensación de que fui utilizada de manera despiadada me sigue persiguiendo.

Ahora que las imágenes recurrentes empiezan a desaparecer del primer plano de mi cabeza, y una parte de mí parece volver a confirmar que existe un segundo abusador, mi monstruo me asalta a preguntas que me están castigando la mente de forma implacable. ¿Sabía aquel hombre lo que me hacía mi padre, y por eso se aprovechó? (Total, si la nena ya conocía lo que era eso…) ¿o se dio cuenta en ese momento que yo ya sabía, que no era la primera vez que me dejaba tocar? ¿Acaso me han prostituido? ¿Cuántas veces voy pasar por esto? ¿Cuántos desalmados más existen en mi pasado?

Y han vuelto las viejas preguntas: ¿Y si todo es falso? ¿Y si me he creído mis propias mentiras, fantasías sexuales en las que me imagino a mi misma como una niña?... aún me siento muy confusa y triste. Hace muy poco de esto, todavía estoy recolocando.

Es como si hace dos años, cuando lo descubrí por primera vez, mi monstruo me hubiese atacado de manera agresiva, frontal y al ver que eso no funcionaba, que el recuerdo se volvía a esconder en mi subconsciente, optase por la guerra psicológica. Creo que es ahora cuando estoy empezando a tomar conciencia de lo que puede representar ese recuerdo.

De hecho, escribo esta entrada en un momento de “credibilidad”, en un día en que sí creo en mis abusos. Tal vez mañana me despierte pensando lo inmensamente enferma que estoy al haber llegado a escribir semejantes espejismos. Y estoy haciendo un autentico acto de voluntad por colgar esto.

Ahora tengo mucho miedo de lo que no recuerdo.

Es curioso cómo funciona la mente. Un día “sabía” que era real, y desde el día siguiente, cuando aquel último recuerdo empezó a tomar forma, dudo de todo.
Me han dicho que son automatismos de defensa que utiliza la mente para protegerse. Esconde un recuerdo y lo devuelve en sueños o flases, para poder encajarlo, para poder colocarlo entre el resto de la baraja de la memoria.

Y mi baraja es muy grande. Fueron trece años de cartas marcadas por mi padre. Ni siquiera entonces recordaba al vecino.

A veces siento coraje. Me da rabia que sabiendo cómo funciona esto, que conociendo a mi monstruo, aun lo pase mal en esos momentos. Siempre creo que esa vez si hay razones para flagelarme, y cuando pasa la crisis, me regaño por tonta.

Lo cierto es que recuperar tu vida después de los abusos es siempre un proceso lento y doloroso. Y nunca termina. Cuando crees que la herida está cicatrizando vuelve a infectarse, a exudar pus. Y vuelve a doler igual que el día que te infringieron el daño.

“los recuerdos no pueblan nuestra soledad, como suele decirse; antes al contrario, la hacen más profunda”

Gustave Flaubert (1821 – 1880) escritor francés.